Cambios de menú
Muchos de sus colmilludos colegas se burlaban de él, catalogándolo de exquisito, poseedor de un paladar negro que lo llevaría a la ruina. No podía explicarlo, pero con el tiempo había comenzado a perder el apetito. No porque fuera menos voraz, sino porque la sensibilidad de sus labios ante el contacto insulso de la bebida lo asqueaba. Más delgado y ojeroso comenzó a seleccionar mejor su alimento, buscándole una salida al don que pronto terminaría dejándolo aún más débil y hambriento.
No soportaba el sin sabor. Aborrecía llenarse de esa viscosidad plástica, residuo de comidas rápidas y artificiosas, de conservantes y transgénicos de moda donde los frutos parecen provenir del paraíso terrenal y en realidad son expendidos por laboratorios que los modelan, pulen y sacan brillo para que la apariencia sea agradable, sin importar lo interno, sin que su sabor sea legítimo. En sus desvaríos sostenía la teoría de que, virtualizado en la memoria deleitosa de banquetes cavernícolas, la Humanidad actualmente devora vacunas, hormonas y conservantes con hermosos nombres que asemejan trabalenguas indescifrables, sílabas entrecruzadas sin comienzo ni final inteligible, convencidos de su saciedad y sin darse cuenta de nada.
Al comienzo su desesperación lo llevó a devorar sin un patrón fijo. Solo el hambre lo guiaba, arrastrándolo. Pero incluso el aroma, ese delicioso olor que despierta el apetito y hace bailar las entrañas cuando la hora de cenar es próxima, lo desestabilizaba. Poco a poco aprendió a detectar a su alrededor fanáticos de las dietas macrobióticas, carnívoros amantes de los sándwiches de grasa asada, vegetarianos acérrimos, veganos intransigentes, ovolactosos u omnívoros sedentarios de irritada vista y piel cetrina gracias a su continua fotosíntesis bajo la luz de una computadora o el televisor. Incluso desechó el gusto por la gente convencida de que todo aquello que en las góndolas del supermercado tiene un empaque verde es sano por ser Light y que por eso le proporciona la imagen fisicoculturista de los modelos sociales que lucen cuerpos esculpidos por Photoshop.
Así, poco a poco fue resignándose. Ya nunca pudo disfrutar de sus cenas hasta los últimos instantes antes del alba y el obligado reposo diurno en su ataúd. Comer pasó a ser una tortura china donde solo él sentía el yugo de su paladar. Sumado a las miradas de diversión y pena de aquellos que lo veían hacer muecas y gestos de asco a cada sorbo, sin entender por qué tanto escándalo o su histérica y escrupulosa forma de cazar, de asechar a las víctimas según su perfume, la zona barrial, el estrato social, el brillo de sus ojos, la apertura de sus poros…
Lamentablemente, el tormentoso recuerdo del sabor puro y delicioso de la sangre en las venas rebosantes de siglos anteriores, lejana a esta burda imitación de agua coloreada, de un pálido rojo lavado entre el colesterol de las arterias y el bombeado de corazones que, como el resto de la maquinaria. Corazones que se han vuelto perezosos en su trabajo y ya no se esfuerzan demasiado por oxigenar adecuadamente, lo que debería ser su elixir, su bebida más fresca y gratificante.
Todo esto lo sumió en una desesperante agonía. Así, la decadencia posmoderna terminó por llevarlo a la locura. Y, finalmente, a la estaca y el suicidio.
(Escrito en 2010)
© 2025 Antípodas. Todos los derechos reservados.